Pasión y fe

Tiene 72 años y sufre de presión alta, artritis reumatoidea, hipotiroidismo y síndrome de Sjögren, el cual le impide producir fluidos como saliva y lágrimas. Ella dice, mientras se ríe: “es mejor que de las enfermedades no hablemos, porque termino yo enfermando a la gente hablando de esto. Ni de operaciones… es que yo empiezo con una y acabo con otra. Pero aquí estoy, para hacer tu voluntad”.

Comuna 10 / /La Candelaría

Eliamen Montoya

La Candelaria

Su nombre es María Eliamen Montoya Chavarriaga y vive en el barrio San Diego de Medellín, en una casa de un marcado color rosado, impecable, como recién pintada, inevitable a la vista, y que, para concepto de su propietaria, es una especie de homenaje a la Casa Rosada de Argentina, país que influyó tanto en sus padres como en ella, quien aún recuerda el fútbol de filigrana traído por los hombres del sur y los sonidos de arrabal que amaba escuchar su madre y que le dejó de herencia a su hija.

 

Pero, si vamos a hablar de herencias, sería necesario decir que Eliamen –cuyo nombre es la composición de Eli, profeta, y Amén, así sea– recibió de su padre una huella imborrable que ha marcado su trasegar por la vida: el arte. La casa rosada del barrio, en sí misma, es un lugar de arte, al punto de que hace un par de años un periodista de un diario local publicó un artículo sobre su hogar al que denominó “El museo escondido de San Diego”.

A pesar de sus múltiples enfermedades –no todas producto de la vejez, pues su presión alta la tiene desde los 26 años cuando sufrió eclampsia y perdió a su primer hijo en gestación– Eliamen dedicó su vida a la docencia y a la producción de sus creaciones artísticas, fruto de sus conocimientos universitarios en artes plásticas, para más señas en cerámica, talla de madera, dibujo y pintura. Son tantas sus obras que sólo en un estante de su sala hay 50 modelados en cerámica, en una casa que tiene tres pisos más y que cuenta en casi todas sus habitaciones con muestras del talento creativo de esta mujer que aún hoy sueña con seguir produciendo con sus manos que “son mis mejores herramientas”.

 

María Eliamen no solo perdió a su primer hijo. Años después, con ocho días de nacido, el segundo también falleció de preeclampsia. Luego fue el turno de su esposo, Ramón Elías Orozco Manrique, quién murió de un infarto a los 39 años, cuando tenían doce de casados.

 

Sin su proyecto de familia, esta mujer encontró en su máxima pasión, el arte, la salida para no enfrentarse a la desgracia de sus pérdidas y no caer al abismo del sinsentido de la existencia. Mucho después perdería al ser humano más influyente de su vida, su padre, y hace dos años a su madre. “¿Cómo se debe elaborar un duelo? con lo que a uno le gusta, el arte… ¿no les parece?”, explica María Eliamen.

Vive sola. Sus días inician a las 4:30 a.m. cuando empieza a rezar sus laudes. A las cinco de la mañana sale de su habitación a la terraza, ubicada en el cuarto piso de una casa en la que ella ocupa los tres últimos. Allí, mientras va regando sus centenares de plantas, se va dejando acariciar por todas ellas. Desde un lugar privilegiado donde se aprecia el cerro Nutibara y parte del centro y sur de Medellín, mira los inicios de la madruagada. A las 5:30 a.m. escucha al padre Alberto Linero y después de sus reflexiones alcanza a escuchar algunas noticias, para seguir de inmediato con la misa de las siete, transmitida por un canal de televisión local.

Todos los días tiene que bajar desde ese cuarto piso, por unas escaleras que la conducen a un lugar que ella denomina “la sala del tiempo” –un espacio donde tiene una colección de relojes que supera las cinco decenas–, y luego por otras escalas, que la llevan a la cocina de esta vivienda, donde puede preparar su desayuno, en el que predominan las frutas.

 

Su fiel acompañante en estas caminatas diarias es su bastón, que también hace las veces de compañero de baile en las clases de bailoterapia en la gimnasia de la tercera edad en las que participa. “Antes brillaba hebilla y mordía oreja, pero ahora brillo bastón”, cuenta, culminando con una risa pícara.

 

Eso sí, le encanta reírse. Contando sus historias, en las que llama la atención la claridad de su memoria –por ejemplo a la hora de nombrar a quienes fueron sus profesores, incluso del colegio–, siempre está acompañada por una sonrisa y por la satisfacción de una vida vivida sin reproches. “A pesar de mis quejas (dolores físicos), yo tengo mi bienestar, que es vivir lo mejor que se pueda. Qué más que me siento aquí a recrearme, que no perdí el tiempo y que tampoco lo pierdo ahora”.